El abandono se incrusta en la familia como un destino inapelable, una condena de la cual no se puede escapar. Y nadie entiende por qué. Se presenta como una amenaza latente que condiciona la construcción de la personalidad de cada una de las mujeres que, desde lo más profundo, heredan una anticipación al dolor de quienes vinieron antes que ellas. Porque el trauma funciona como una alerta interna. Y aunque en la actualidad protegerse no sea necesario, al no conocer el origen, el desvalimiento termina por manifestarse como azar. Así, se cae nuevamente –¿alguna vez los dejamos?– en patrones que aparentemente no tienen salida.
A quienes se niegan a repetir el ciclo de sufrimiento, aunado a la soledad, la epigenética les ofrece esperanza de respuestas a través de su estudio de los efectos duraderos e intergeneracionales del trauma; la forma en la que una explosión emocional desmesurada en lo más interior de nuestros antepasados genera un eco que se escucha aún a generaciones de distancia. Eco que si atendemos, nos empuja a buscar una resolución en el presente.
El ciclo puede romperse sólo si se develan vivencias escondidas, dolorosas, oscuras; si se entiende que la historia propia comenzó a escribirse mucho antes de nuestra concepción. Al indagar en las memorias de quienes comparten nuestro origen y cuidadosamente diferenciar lo ajeno de lo propio, se puede encontrar otro rumbo al soltar el peso que no nos corresponde cargar. Porque nuestro dolor no tiene que ser nuestro destino, puede ser nuestra razón para cambiar de dirección hacia un nuevo camino en donde el abandono ya no sea una ley. Y donde, a pesar de tener la misma raíz, podamos florecer diferente.